By Ekaterina Belinskaya |
En la
soledad de un salón de cristal, una mujer llora. Sus lágrimas caen en forma de
pequeñas estrellas heladas, engalanando su blanco atuendo para una boda a la
que no acudirá ningún príncipe. En la justicia absurda de un mundo en el que
todo es blanco o negro, sometido al juicio despótico de quien elija etiquetar
tales colores. Después de pintarla de blanco por dentro, helando su corazón, la
etiquetaron de negro y le quitaron a su niño. Su único resquicio de calidez. La
despojaron de todo y la exiliaron a la soledad de un palacio de hielo. Por si
esto no fuera suficiente, le dieron el título de Reina de las Nieves, le
otorgaron el poder absoluto sobre un lugar desierto. Le otorgaron el poder
sobre la nieve, que se deshace al ser tocada, pierde su forma mágica y etérea.
Y así, la reina llora joyas cristalinas, condenada a no tener contacto con nada
ni nadie, repudiada, exiliada, privada incluso de su propio calor. Los humanos
siempre fueron tan perversos al otorgar el título de reyes…